viernes, 17 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 3: Entrada a la salida. Primer contacto.


—Dígame, doctor: ¿qué posibilidades hay de que este delirante diga la verdad? —inquiere la enfermera señalando con el mentón al calmuco dormido.
—¿Lo quiere poner bajo una buena dosis de pentotal? —pregunta el médico subiéndose el cierre de la bragueta—. No es muy legal, que digamos…
—Bueno, si quiere algo legal, doctor lo que acaba de hacer es… ¿le parece que es legal? —La enfermera se rasca la oreja, algo confundida.
—¡Cállese! Se trata de otra cosa. Lo que este hombre acaba de decir es que vino a fabricar algo con el más grande productor de bombas del mundo. ¿Se da cuenta? ¡El más grande! Es algo inaudito, algo que nuestro amado intendente debería saber—. Permanece pensativo unos instantes. —Le podríamos vender la información al diario, después de todo. —Ambos ríen.
—Conque venían a fabricar piedras movedizas, ¿no? —El sarcasmo de la enfermera se revela en dos movimientos de su bien pertrechada delantera, como si hasta ahora la hubiera escondido bajo una faja que, súbitamente, fuera quitada del medio—. ¿Así que se trata de piedras huecas, casi sin peso, que en realidad sirven de reservorio para el combustible con el que serán manufacturadas…?
—¡Usted está rematadamente loca! —grita el calmuco Ramzán saliendo del sopor en el que había estado sumido—. ¡Nunca dije eso! Las piedras las hacíamos mover por la acción de giróscopos láser controlados con antenas manejadas por radio desde el despacho del intendente. Si las hubiéramos usado de tanques serían pesadísimas. Las nuevas bombas requieren… —Imprevistamente, hace silencio.
—Siga, siga. Me interesa —dice la enfermera mechando la frase con grititos agudos.
—A menos que me aniquilen del modo que les he pedido, nada diré. Seré una tumba ante litteram.
—¿Qué dijo? —La enfermera mira al médico.
—No sé. Dejé latín después de mi primera experiencia sexual como monaguillo —responde él ruborizándose, ante la mirada inquisitiva de la mujer. La enfermera se vuelve hacia el calmuco dando un impresionante salto:
—¡Ya sé de dónde conozco sus piernas! ¡De un mejillón!
—Usted está más loca que el hada madrina cuando la princesa decide hacerle una fellatio al sapo del cuento —replica el calmuco, tratando de sacarse de encima los senos de la enfermera.
—¡Lo vi en un cuadro! Mejor dicho, en una foto de un cuadro. Había un montón de gente haciendo chanchadas. Un par de ellos estaban encimados en un mejillón y esas piernas me parece que eran las suyas, señor; estoy casi segura.
—¿De qué habla? ¿Está loca o qué? —dice el calmuco.
—Sí; ahora estoy segura. Al lado había unos besándose el trasero dentro de un huevo transparente. Y una pareja bailando un tango, desnudos en medio de un lago, mientras un pájaro le daba de comer una mujer a un hombre desesperado. Yo lo vi…
—¡Doctor! ¡Ponga fin a mis días! Soy una amenaza con este ojo escrutándome por dentro. Puede encontrar la clave de los detonadores Molotov…
—¿Hay alguien con quien podamos hablar sobre su custodia, diga? —entra preguntando a bocajarro un administrativo bien trajeado y con el pelo lustroso—. Acá hay papeles que llenar, formularios, biblioratos repletos de datos que necesitamos de su parte. No vamos a demorarnos mucho con él ¿no? —agrega mirando al médico. Éste a su vez mira a la enfermera. Ella los mira a los dos, luego a los tres.
—¿Me desvisto o qué? —dice riendo, cómplice. Todos ríen, pero el burócrata se queda pensando que lo dice en serio. Deja unas planillas, apenado, y sale. El médico y la enfermera siguen, como si nada.
—¿Qué fue eso? —Ramzán Kadilluzhínov se hurga las axilas en busca de restos del famoso desodorante soviético Kirijobatán; no se le ocurre otro modo de suicidarse que deglutir lo que le quede del ungüento en las uñas.
—Señor —amonesta el galeno, con inédita severidad—. Acá hay reglas. Cuando entra alguien y se ve que está salvado, se lo anota.
—¡Pero no estoy salvado! Mis ojos deben ser más de mil, a esta altura. Se autocuran, se autoreplican. Miles. ¿Entiende lo que le digo?
—Claro que lo entiende —dice la enfermera—. Lo único que no entiende el médico es por qué sacaron la sección psiquiatría de este hospital…
—Ustedes creen que estoy loco. Deberían analizar mis heces, al menos.
—Pienso que usted quiere decir hongos y dice ojos. Es muy común en algunos extranjeros equivocarse con esas palabras. No se preocupe. Si son tóxicos, en breve se manifestarán.
—Pero yo sé que no son hongos. Son ojos. Ojos. —Llora.
—No entiendo cómo entraron ahí —le dice la enfermera al doctor. Éste hace como si no hubiera escuchado nada.
De pronto, el calmuco pega un salto.
—¿Ve lo que le digo? —y abre la boca. De la misma surge un haz de luz bastante potente, tanto que el médico piensa que ha dejado encendida la lámpara del laringoscopio modelo 1860, obsequio de su tío abuelo, el gran otorrino Teodoro Lagola, pero no tarda en advertir que aquella luminiscencia viene del interior del paciente. Se asoma y una voz le dice:
—¿Qué mira, impertinente?
El médico y la enfermera se contemplan azorados; ambos se notan pálidos, uno a la otra, y viceversa.
—¿Quién anda ahí? —atina a preguntar el médico, mientras seda al calmuco con una dosis que podría mandar a Oniria a una legión de guerreros vikingos.
—Comando Euclídeo de visionarios emisores —declara la voz catecúmena.
—No entiendo qué hace Euclides ahí —dice la enfermera.
—Euclides creía que los ojos emitían la luz para ver —dice el calmuco hablando dormido en medio del coma inducido.
—¿Quién anda ahí? —repite el médico, descreyendo de lo que ambos habían oído.
—Comando Ptolomeo de ojos emisores —manifiesta una voz más femenina.
—¿Son dos? —pregunta la enfermera.
—¡Somos legión! —escuchan con espanto. En efecto, queridos lectores de esta serie, las voces del interior del calmuco Ramzán Kadilluzhínov suenan como los coros de la Sinfonía de los Mil de Gustav Mahler, pero como no hay Mahler que por bien no venga, un imprevisto corte del suministro de energía eléctrica pone abrupto fin a este fragmento de la serie. No sabemos si el hospital tiene equipo electrógeno propio o si esta interrupción durará como el corte que afecta a la aldea natal de Trotski, Yanovka, desde 1958… Mientras tanto, relean los capítulos anteriores, lo que no les vendrá nada mal para mantener fresca la memoria y activas las neuronas.

viernes, 10 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 2: Acerca del epoxi y las piedras


Todo empezó en el laboratorio de piedras movedizas que el calmuco y el comanche Molotov, nieto del genial inventor de bombas portátiles y gran bebedor de combustible líquido propulsor de cohetes y a su vez tataranieto del inventor de la mecha lenta siberiana, bisnieto del ocultador de combustible en botellas pequeñas de vodka (a su vez tataranieto del que las había desarrollado para ciertos pigmeos de las alturas del Zogdikistán que bebían más de lo que medían pero no podían sostener las botellas gigantes de las estepas rusas), 
Entre los dos habían pergeñado un artefacto cuya estructura no podemos revelar en tan breve narración, pero que aparecerá en algún momento del futuro mediato, si sigue comprando esta serie. Entre los dos habían pergeñado un artefacto, insistimos, que tenía unas facultades de levitación que lo convertían en algo mágico, si no fuera por su condición estrictamente científica. Lo habían planeado para transmutar las vastas extensiones de este país, desplegado entre la montaña y el mar, con grandes ríos, leyendas y selvas o bosques, convirtiéndolo en un vergel de insólitas esculturas y para eso habían recalado en la población más inquieta en ese sentido de toda la despoblada y desconfinada pampa húmeda.
—Acá construiremos nuestra fábrica de piedras movedizas —dijo Molotov abrazando al calmuco por los hombros —y seremos tan famosos que hasta convertiremos a este pueblo en la Meca de los adictos al pegamento epoxi.
Con los ojos ensoñados, el calmuco respondió:
—Vislumbro en el futuro un salón de preparación de las resinas A y B allá. —Señaló al sur—. Otra usina de cocción de las mezclas allá. —Señaló más al oeste.
—Por ahora no soñemos ni vislumbremos. Vamos a tratar de conseguir un lugar para comer que me parece que estoy muerto de hambre.
Ambos rieron y desaparecieron por la derecha, algo insólito, si se tiene en cuenta que habían sido formados en las escuelas de pioneros Vladimir Lenin de la ciudad tayika de Khorugh, cuando la gloriosa Unión Soviética resplandecía con todo su esplendor en tiempos del camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Y allí, en la derecha, sostuvieron un diálogo que solo consignamos aquí porque en el dibujo de los personajes de un folletín como este resulta importante (y por qué no decirlo, imprescindible) que el lector perspicaz cuente con todos los elementos capaces de ayudarlo a entender el berenjenal que estamos pergeñando.
—¿Le parece que estos testículos de almeja con salsa agridulce estarán buenos? —preguntó Ramzán Kadilluzhínov, el calmuco, ya que es oportuno revelar ahora su nombre.
—Yo preferiría ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni —respondió Molotov—. ¿Se acuerda que las comimos aquel aciago día en que las patrullas de Lavr Gueórguievich Kornílov nos dieron alcance?
—Nos dieron alcance porque estábamos hasta los divertículos de ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni.
—No nos divertimos, aquel día —confesó Molotov rascándose la cabeza. No sabía si le picaba el recuerdo o si se trataba de una floración tardía de las ladillas.
—Pero recuerde que luego tuvieron que soltarnos. No soportaron nuestro aliento. ¿Al cocinero no se le habrá ido la mano con el ajo al preparar la salsa?
—¿Le parece? Yo le pregunté, un minuto antes de que los esbirros de Kornílov entraran a aquel coqueto bistró, en las afueras de Nálchik.
—¿Y qué le dijo?
—Que un buen chef kabardino jamás usa menos de catorce cabezas de ajo para preparar una buena salsa Príncipe Grozni.
—¿Y cuántas había usado aquel día?
—Ciento catorce.
—Con razón los bandoleros de Kornílov caían como moscas rociadas con gas mostaza.
—Cierto. Ese día nos salvamos por los pelos. —Molotov lanzó una carcajada que sólo puso detener después de empinarse un frasco de litro de alcohol fino—. Ahhhhhhhh.
—¿Está bueno?
—Refrescante —respondió Molotov limpiándose los labios con el dorso de la mano.

CONTINUARÁ

viernes, 3 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 1: El ojo en la sangre


La escena se desarrolla en la guardia de un hospital cubierto con azulejos blancos tipo vidrio. Todo tiene que parecer viejo. Simplemente viejo, inútil para todo menos para dejar morir las personas. Un médico está frotando su cuerpo con el de una enfermera.
Entra el calmuco en escena, gritando:
—¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre!
El médico y la enfermera corren. Él con calma:
—Querrá decir sangre en el ojo, señor. Es notorio que es extranjero —le dice a la enfermera con gesto de comprensión por el desliz lingüístico.
—¡Ma qué! ¡Me entró al menos un ojo en la sangre, le digo! —grita el calmuco casi tan fuera de sí que parece una segunda persona agarrándoselas con un médico al que considera demasiado condescendiente para ocupar el puesto de responsabilidad que le han asignado.
—La verdad es que no lo entiendo. ¿Dónde tengo que mirar?
—¡El ojo lo mira a usted, papanatas! Este ojo me está mirando por dentro, lo sé. Los fabricamos para eso. El problema fue la bebida.
—¡Ya lo creo! —ríe entre sus senos la enfermera—. ¡Ya lo creo que fue la bebida, hombre! —Y lo palmea fraternalmente, una acción a la que el lenguaje corporal del calmuco responde como una cobra, besándole el brazo con un poco de succión lasciva. Un rápido toque con la lengua de ese brazo perfumado da cuenta de emisiones seminales pasadas.
La enfermera retira el brazo tan rápido que solo un escritor avezado podría haberse dado cuenta de lo ocurrido, si no fuera por el uso del tiempo diferido, pero el médico ve la tenue aureola de la ventosa colocada rápidamente por el paciente enloquecido y le palmea la espalda con explícita violencia, una rudeza que informa que esa dama tiene dueño.
Pero, como ya se dijo, el calmuco está fuera de sí. Descontrolado grita:
—¡Mátenme antes de que el ojo descubra el secreto! ¡La tercera guerra mundial podría estallar!
—Vino al lugar equivocado, hombre. Acá tratamos de curar, no de matar. Es cierto que hemos perdido gente mejor que usted, pero también salvamos algunos peores.
—No me haga jueguitos de palabras que no estoy para esos trotes lingüísticos.
—Ya van dos veces que escucho esa palabra. Me estoy cansando. Las repeticiones me aburren —dice la enfermera masajeándose el brazo que el calmuco ha tocado labialmente. El lugar está cada vez más manchado de lujuria.
—¡Doctor, doctor! ¡Mire cómo me dejó! —grita alelada la mujer.
—Después miramos eso, querida.
—Y otras cosas. —Sonríe el calmuco hablando con el sarcasmo típico de las llanuras al norte del Cáucaso. Pero se rehace y continúa—: El ojo va a provocar la guerra, doctor. Tiene que creerme. Fue un accidente debido a la bebida. Pero no accidente de tránsito, entiéndame.
—¿Me deja de joder y me permite estudiar la situación? —La voz del médico ya es perentoria.
—Vinimos a este pueblo para tratar de salvar a la humanidad —recuerda con nostalgia el calmuco—. Solos, él y yo.
—¿Quién es él? —curiosea la enfermera a quien el brazo se le está poniendo lividiforme sin que ella lo advierta.
—El comanche primero Mikhail Vyacheslovich Molotov. Nieto del famoso fabricante de botellas explosivas —dice el calmuco inflando el pecho.
—¡Doctor!, ¿ese no es el que atendimos hace unos días con un paño de mecha metido en el…?
—¡Cállese! —espeta el médico—. No debemos revelar el estado de salud de nadie frente a ninguno.
El calmuco agarra al galeno con fuerza tomándolo del cuello del guardapolvo.
—¿De qué corno habla la nurse? ¡Tengo que saberlo!
—¿Me deja pensar aunque sea un segundo a ver por dónde lo empiezo a mirarlo a usted? —pregunta con feroz impaciencia el médico, mirando  a la enfermera, a su vez, con un tono de reproche cuasi militar.
—¿Qué me pasa, doctor? —pregunta ella con el brazo en un estado similar al que presentan ciertos muñecos que simulan ser androides extraterrestres.
Con una rápida ojeada, el facultativo le ordena:
—Inyéctese una dosis de corticoide duplo y vemos.
La enfermera hace mutis por el foro y el calmuco comienza a cantar como una sirena de Acapulco.
—Lo conocí en Siberia / su alma es bella / su abuelo tan famoso. / Lo conocí en invierno / en crudo invierno / y nos amamos. —Pero se interrumpe bruscamente—. Así canta Dinah Offshore en mi pueblo. —El médico alza la cabeza y deja de mirar el ombligo del calmuco, pero éste continúa—. Dinah era, en realidad, Jonaisius Volentereas un leñador de Pomerania que huyó al norte del país de los tayikos donde lo conocí justo antes de su cambio de sexo. Cantaba esos boleros de Asia Central como los dioses… perdón, como las diosas. Como hubiera podido hacerlo la Coca Sarli si se hubiera dedicado a cantar boleros poniéndole el pecho a las balas. —El médico sube la vista de la oreja izquierda inquisitivamente—. Bueno… los dos pechos. —Aclara el hombre herido por el ojo.
—La verdad, amigo… no encuentro nada. ¿Por dónde piensa que le entró el ojo?
—Por el ano, obvio. Ahora que no está la enfermera se lo puedo decir.
—¿Qué hizo, por lo que más quiera? ¿Se metió juguetes esféricos?
—No; el ojo se introdujo mientras yo comía un pancho con Molotov. El nieto del inventor siberiano de las mechas de combustión lenta. Verá, es un invento impresionante que…
—¡Cállese que solo me mortifica! ¿Usted está loco o qué?
—Sí; tal vez tenga razón —admite el caucasiano. En ese momento la enfermera, que entra con su brazo visiblemente curado, pega un gritito.
—El corticoide es la solución a los vastos amores incomprendidos. —Piensa un instante y dice—: La verdad, a veces creo que soy Sarah Bernhard.
—En coma —dice el médico, en broma.
—¿Qué? ¿Ya entro en coma? —El calmuco se desespera—. ¡Por favor, tómeme declaración con una cámara y máteme! ¡Peligra el mundo, hágame caso!
—¡Pero qué dice este tarado! —grita la enfermera—. ¿Cómo vamos a matarlo? Nosotros curamos, no matamos.
—¡Tienen que echarme en la olla a presión! Narcotícenme y métanme en esa olla.
—No es mala idea —dice el médico conteniendo una carcajada—. ¡Enfermera! Llame a Hannibal Lecter y que le dicte un par de recetas bajas calorías.

CONTINUARÁ