El comanche Molotov estaba tan ebrio que veía que los doscientos mil
calmucos complotaban contra su vida, con Kirsán Iliumzhínov a la
cabeza. Tenía un ataque de multiparanoia, el síndrome clásico de
los capitanes de barco.
—¡Arden las jarcias! —gritaba en medio del delirio—. ¡Liberen
las anclas de babor! —seguía—. ¡Que nadie despliegue más
velamen! —Y el llanto del moledor de papas era inconsolable.
En efecto, Matasellos lloraba en silencio mientras exprimía las
papas. Su querido comanche estaba por dar las últimas hurras y
quedarían a merced de ese calmuco mediocre que no bebía vodka ni
probaba el combustible de sus granadas, ni ensayaba nada más que
cosas absurdas. Pretendía, por ejemplo, armar un ejército de seres
diminutos, robots más pequeños que un glóbulo rojo. Estos seres
podrían apoderarse del mundo y serían un buen motivo para que se
desencadenara una guerra para obtenerlos y quitárselos. A esto
seguiría una matanza infame, que era lo que quería el perverso
organizador.
—¡Por los escitas rebeldes, los tayikos rebeldes, los pastunes
rebeldes! —gritaba su incomprensible letanía, mientras mezclaba
jugos humeantes y peligrosos con parafina—. ¡El mundo gritará de
horror porque la guerra empezará debido a que este calmuco se puso
un supositorio de ojos nanoclonados con vodka donde marca la
ortodoxia que van puestos los supositorios! —Esta exclamación fue
tan clamorosamente enloquecedora que hasta el comanche Molotov
abandonó su propio delirio y, con la boca abierta, debió conceder
que el suyo era un delirio infantil frente al del calmuco. Fue
entonces que decidió que había que ponerle fin a ese dislate o el
mundo, tal como lo conocían en aquel entonces, estaría acabado.
—¡Cállese de una vez, hijo de la horda! Que en un momento de
debilidad y carencia hayamos tenido acceso carnal el uno con el otro
no lo faculta a disponer de la vida de millones de inocentes seres
humanos.
—¿Usted no estaba navegando por las sórdidas aguas del delirium
tremens, con las jarcias al viento y la botavara fuera de la
bragueta? —El calmuco contempló a Molotov con toda la benevolencia
de la que era capaz y acarició la hirsuta mejilla de su socio—. Mi
buen comanche, ¿qué lo incita a suponer que yo voy a disponer de la
vida de millones de inocentes seres humanos? Lejos de mí tal
despropósito.
—El supositorio de ojos nanoclonados con vodka —musitó Molotov.
—Es cierto que por un momento jugueteé con la idea de ponerme los
ojos donde marca la ortodoxia que van puestos los supositorios, pero
ya he descartado esa posibilidad. Imaginé las implicancias y me fui
al mazo.
—¿Qué implicancias?
Ramzán Kadilluzhínov suspiró. —Las implicancias sexuales. ¿Cree
que eso es gratis? ¿Alguna vez se le ocurrió especular acerca de lo
que podría hacer la adicción a los supositorios en la sexualidad de
un hombre? Estamos hablando de autosodomización, querido Mikhail
Vyacheslovich Molotov.
—Recuerde aquella vez, en Kyzyl, cuando jugamos con la botella
vacía de vodka, debajo de las frazadas en la única cama de la única
cabaña libre de aquella miserable aldea.
—Kyzyl es hoy una hermosa ciudad de más de cien mil habitantes.
—No desvíe el eje de la conversación.
—Ah, ¡qué bellos recuerdos me trae Tuvá —siguió el calmuco si
prestar atención a las protestas de Molotov—. El Khuresh, el
Khuresh es algo único, esa la técnica vocal del canto difónico o
canto de la garganta.
—Ya sé qué es el Khuresh. No hable para los lectores que es de
pésimo gusto literario. Y si no saben qué es el Khuresh, que
averigüen en la Wikipedia.
—¿Recuerda a Sharig-ool Oorzhek? ¡Qué mujer tan hermosa!
—Sharig-ool Oorzhek era un travesti tuvano que nos recordó a Dinah
Offshore, que era, en realidad, Jonaisius Volentereas, el leñador
pomeranio.
—Hablando entre nosotros, comanche, ¿dónde están las mujeres?
—En los hospitales. Dicen que las enfermeras son multiorgásmicas.
Y si se las incentiva con una exacta mezcla de vodka, epoxi y
cortizona, se vuelven megaorgásmicas.
—¿Está insinuando que si yo, o usted, por ejemplo, cualquiera de
los dos, tuviera una emergencia médica y llegara al hospital con ese
brebaje escondido en una botellita…
La conversación se le fue de las manos a los interlocutores y una
espesa nube de orgones sintéticos impidió nuestro acceso a los
resultados de la misma. Dejemos que los lectores imaginen esta parte
o esperen al próximo viernes, cuando entreguemos el siguiente
episodio de la serie.