domingo, 16 de febrero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 7 – Doscientos mil calmucos furiosos



El comanche Molotov estaba tan ebrio que veía que los doscientos mil calmucos complotaban contra su vida, con Kirsán Iliumzhínov a la cabeza. Tenía un ataque de multiparanoia, el síndrome clásico de los capitanes de barco.
—¡Arden las jarcias! —gritaba en medio del delirio—. ¡Liberen las anclas de babor! —seguía—. ¡Que nadie despliegue más velamen! —Y el llanto del moledor de papas era inconsolable.
En efecto, Matasellos lloraba en silencio mientras exprimía las papas. Su querido comanche estaba por dar las últimas hurras y quedarían a merced de ese calmuco mediocre que no bebía vodka ni probaba el combustible de sus granadas, ni ensayaba nada más que cosas absurdas. Pretendía, por ejemplo, armar un ejército de seres diminutos, robots más pequeños que un glóbulo rojo. Estos seres podrían apoderarse del mundo y serían un buen motivo para que se desencadenara una guerra para obtenerlos y quitárselos. A esto seguiría una matanza infame, que era lo que quería el perverso organizador.
—¡Por los escitas rebeldes, los tayikos rebeldes, los pastunes rebeldes! —gritaba su incomprensible letanía, mientras mezclaba jugos humeantes y peligrosos con parafina—. ¡El mundo gritará de horror porque la guerra empezará debido a que este calmuco se puso un supositorio de ojos nanoclonados con vodka donde marca la ortodoxia que van puestos los supositorios! —Esta exclamación fue tan clamorosamente enloquecedora que hasta el comanche Molotov abandonó su propio delirio y, con la boca abierta, debió conceder que el suyo era un delirio infantil frente al del calmuco. Fue entonces que decidió que había que ponerle fin a ese dislate o el mundo, tal como lo conocían en aquel entonces, estaría acabado.
—¡Cállese de una vez, hijo de la horda! Que en un momento de debilidad y carencia hayamos tenido acceso carnal el uno con el otro no lo faculta a disponer de la vida de millones de inocentes seres humanos.
—¿Usted no estaba navegando por las sórdidas aguas del delirium tremens, con las jarcias al viento y la botavara fuera de la bragueta? —El calmuco contempló a Molotov con toda la benevolencia de la que era capaz y acarició la hirsuta mejilla de su socio—. Mi buen comanche, ¿qué lo incita a suponer que yo voy a disponer de la vida de millones de inocentes seres humanos? Lejos de mí tal despropósito.
—El supositorio de ojos nanoclonados con vodka —musitó Molotov.
—Es cierto que por un momento jugueteé con la idea de ponerme los ojos donde marca la ortodoxia que van puestos los supositorios, pero ya he descartado esa posibilidad. Imaginé las implicancias y me fui al mazo.
—¿Qué implicancias?
Ramzán Kadilluzhínov suspiró. —Las implicancias sexuales. ¿Cree que eso es gratis? ¿Alguna vez se le ocurrió especular acerca de lo que podría hacer la adicción a los supositorios en la sexualidad de un hombre? Estamos hablando de autosodomización, querido Mikhail Vyacheslovich Molotov.
—Recuerde aquella vez, en Kyzyl, cuando jugamos con la botella vacía de vodka, debajo de las frazadas en la única cama de la única cabaña libre de aquella miserable aldea.
—Kyzyl es hoy una hermosa ciudad de más de cien mil habitantes.
—No desvíe el eje de la conversación.
—Ah, ¡qué bellos recuerdos me trae Tuvá —siguió el calmuco si prestar atención a las protestas de Molotov—. El Khuresh, el Khuresh es algo único, esa la técnica vocal del canto difónico o canto de la garganta.
—Ya sé qué es el Khuresh. No hable para los lectores que es de pésimo gusto literario. Y si no saben qué es el Khuresh, que averigüen en la Wikipedia.
—¿Recuerda a Sharig-ool Oorzhek? ¡Qué mujer tan hermosa!
—Sharig-ool Oorzhek era un travesti tuvano que nos recordó a Dinah Offshore, que era, en realidad, Jonaisius Volentereas, el leñador pomeranio.
—Hablando entre nosotros, comanche, ¿dónde están las mujeres?
—En los hospitales. Dicen que las enfermeras son multiorgásmicas. Y si se las incentiva con una exacta mezcla de vodka, epoxi y cortizona, se vuelven megaorgásmicas.
—¿Está insinuando que si yo, o usted, por ejemplo, cualquiera de los dos, tuviera una emergencia médica y llegara al hospital con ese brebaje escondido en una botellita…
La conversación se le fue de las manos a los interlocutores y una espesa nube de orgones sintéticos impidió nuestro acceso a los resultados de la misma. Dejemos que los lectores imaginen esta parte o esperen al próximo viernes, cuando entreguemos el siguiente episodio de la serie.

viernes, 7 de febrero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 6 – Orgasmos seriales



—Nunca había experimentado tantos orgasmos seguidos —gime la enfermera. Está flotando en el espacio virtual de la sala de descanso del hospital. El médico le ha suministrado cuanta sustancia está a su alcance, pero no logra morigerar el efecto que las voces causan en la psiquis alterada de su asistente.
—Por última vez —chillan las voces en el interior del calmuco—. Estamos tratando de que Ramzán Kadilluzhínov no se salga con la suya.
—Pero es taaaaan delicioso —suspira la enfermera—. Me habían hablado de la multiorgasmicidad, pero nunca la había experimentado hasta hoy.
—Aclaremos esto —dice el médico tratando de invertir el coma inducido del calmuco—. ¿Qué tienen que ver ustedes con todo este asunto de la fábrica de piedras móviles y el cargamento de epoxi que fue interceptado en la ruta tres por una horda de ranqueles defasados temporalmente?
—El epoxi, justamente —dicen a coro las voces, una suerte de Niños Cantores de Viena Invisibles.
—Quiero epoxi —dice la enfermera—. ¿Me das epoxi, Gus? —La enfermera, Dorila Zalazar de Rivadeneira, nunca había tratado al doctor Gustavo Guastavino con semejante familiaridad—. Me encantaría seguir orgasmeando.
—Ese estado —dice imprevistamente el calmuco, saliendo del coma como por arte de magia, aunque la nuestra es una narrativa netamente cientificista, conviene remarcarlo una vez más para que los lectores no se llamen a engaño—, lo logran las calmucas oliendo j’ithay a orillas del canal Kuma-Manych que trae las aguas del torrentoso Terek. El j’ithay nace de un alga…
—¡Silencio! —exclama el coro de voces—. Hemos tomado el control del calmuco llamado Ramzán Kadilluzhínov. Vamos a evitar la proliferación de piedras movedizas fabricadas con epoxi. Las alucinaciones producidas por el epoxi vodkeado serán las desencadenantes de la Tercera Guerra Mundial, por si no lo sabían. Y ustedes, sí ustedes —remarcan las voces; parecen un dedo acusador meneándose delante de la cara del médico y la enfermera— serán los responsables si no detienen a este hombre de inmediato, lo narcotizan y lo echan a la olla a presión.
—Pero eso es precisamente lo que él ha estado pidiendo —protesta el médico.
—No le crean. Narcotícenlo y métanlo en la olla.
—Aquí hay algo que no cierra —dice la enfermera, quien a pesar de seguir en estado multiorgásmico razona mejor que un diputado nacional de centroizquierda—. Llegó gritando: ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Mátenme antes de que el ojo descubra el secreto! ¡La tercera guerra mundial podría estallar!
—Delira —dicen las voces—. La mezcla de vodka y epoxi es fatal. Potencia la acción de los neurotransmisores y actúa a nivel cuántico.
—¡Doctor! ¡Estas voces están tratando de controlarlo!
—Bueno —contesta él con sorna—. Parece que con usted han hecho flor de trabajo.
—Eso no quita que el médico acá es usted y no puede creer toda esa basura de los neurotransmisores cuánticos.
—¿Escuché una enfermera dándole lecciones al médico? —La voz proviene del agujero de ventilación de la sala de flote y se parece a la del calmuco dopado.
El médico asiente como asiente un asistente a una misa de gospel, con una media sonrisa que en sus labios tiene el dejo amargo de la beldad robada.
—Dejémosle la cuántica a los cuánticos. Concentrémonos en estos ojos, saquemos al calmuco de su coma para que pueda contarnos cómo los hizo —repite el médico como en un trance escénico, repitiendo movimientos que se parecen a los que realiza un sacerdote umbanda.
La enfermera, resistiéndose a tener otro orgasmo, piensa que el desastre más grande podría tener como antesala un orgasmo sin que ello significara ningún peso simbólico contra el mismo. Pero ese pensamiento, piensa a su vez, es de otro folletín, no de este.

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 5 - Interludio sobre mecánica de las piedras movedizas



La Naturaleza, razonó una vez el príncipe Víctor McSuere, del Reino Perdido de Hiperbórea, no proveyó a las piedras de movimiento debido a su voluminoso carácter, lo que las convertiría en máquinas muy masivas de moler propiedades y ganado, aparte de gente. Ese razonamiento, a lo largo de los años ha ido haciéndose letanía en libros de zoología, los que excluyen a las piedras de los seres semovientes por el mero hecho de que no se mueven. Y es correcto que así sea, nos parece. Sin embargo, en algunos lugares del mundo, la misma Naturaleza, con su humor patafísico, se encarga de desmentir tal afirmación y desparrama piedras movedizas. Está el caso de la piedra que late en los más insólitos lugares del mundo, si se quiere, ya que se la suele encontrar en sitios como las cuevas de la Rata y el Dragón, en las islas David García, o en ese otro lugar remoto de la llanura pampeana, en la que la piedra que late fue convertida en numen por los ciudadanos de la localidad, aunque a pocos kilómetros de ahí, una plataforma de gran tamaño ostenta la marca mayúscula en superficie plana asequible a los humanos que, una vez montados sienten el vértigo de pendular en las alturas sometidos a la voluntad de una piedra, si ésta tuviera voluntad.
En rigor, debemos decir, no se trata de piedras semovientes, por más que esto descorazone a algunos políticos y sacerdotes de varias religiones (recordamos acá, a modo de ilustración, la religión de los Escénicos, un grupo neuroasiático que considera que el corazón de la piedra alguna vez fue dios, pero que se endureció de ira). Decimos de una vez por todas que se trata de equilibrio de las piedras, las cuales oscilan por excitaciones diversas.
En algunos lugares, lamentablemente, las piedras caen. Su caída provoca destrozos de varios tipos pero, sobre todo, emocionales. Por eso, nuestra compañía destacó a dos científicos, uno de origen calmuco, otro de estirpe rusa, para que desarrollen la gran máquina de generación de movimiento en piedras. Esto trae alegría en cuerpos desahuciados por tristezas centenarias y futuras aplicaciones en molienda, apertura de nueces, botellas, etcétera.
Nuestro sistema, único y universal, se basa en la clonación de una piedra mediante una ultra copiadora láser 3D de siliconas recubiertas de una resina epoxi especial, que reproducen con gran fidelidad los detalles de las rocas y los dotan de un hueco en el que se instala, entre otros adminículos de fijación, un complejo mecanismo, que será descrito abajo, que hace que oscilen paramétricamente. Este mecanismo tiene un complejo sistema de interconexión de las diferentes partes de las diferentes cubiertas con los elementos móviles mediante cuerdas hechas de hilos de arañas especiales de Baizhenur, en las estepas centrales del Bajikistan Superior. Estas arañas son conocidas porque elaboran una tela que ha sido usada para tender un puente peatonal sobre el río de la Madre en el cañón de Phylus, bautizado por Alejandro el Macedonio como La Garganta de Aristóteles, pero luego rebautizado por el Primer Comandante del Czar Eugenio como “La Garganta del Diablo”, para parecerse a tantos otros lugares turísticossimilares.
Mediante un sencillo sistema de poleas y engranajes, con caja diferencial automática, los hilos mueven una masa descentrada compuesta por miles de millones de nanobots de inteligencia artificial que desplazan el centro de inercia del sistema con ritmo variable según el estímulo programable. Se sabe que algunos usuarios han logrado que las piedras se muevan al ritmo de “Blueberry Hills”, “Los ejes de mi carreta”, o varias otras canciones de gran connotación emocional.
Estos nanobots son construidos mediante un procedimiento que se mantiene en reserva, pero tienen funcionalidad y forma de ojos diminutos porque captan la luz que se filtra por los resquicios estudiados en la estructura 3D y mediante la polarización de la luz determinan los movimientos adecuados sin necesidad de contactos externos con anemómetros, relojes u otros instrumentos. Se puede decir que es un vuelo a ciegas controlado por ojos.
Hasta aquí la propaganda. Lo que no dicen los fabricantes de estas piedras es que existen designios oscuros, tanto en el científico de origen ruso, no por nada vinculado a la Asociación Universal De Pacifistas Costo Cero y más aún en el calmuco, un oscuro personaje que recuerda mucho al Presidente de FIDE y de quien aún no mucho se ha podido averiguar al momento de componer este interludio. Pero retomemos el hilo central de la historia para que esta fluya libremente y penetre hasta el tuétano de los amables lectores que nos han seguido sin claudicaciones hasta este punto.

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 4 – Sobre vampiros y zombies - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Harman


El comanche Molotov pensaba que la botella de vodka había bajado apreciablemente desde la última vez que la viera y estaba interpelando a unos técnicos. Sospechaba del calmuco. “Un calmuco siempre tratará de fregar a un ruso. Yo soy ruso, él calmuco. Enthyméme. Silogismo perfecto. Touché”. Así que Molotov no podía hacer otra cosa que mirar al calmuco con la vista torcida. Y así siguieron las cosas, cargando tensión, hasta que por fin, sin quererlo, el calmuco vino al pie con su tono irritable de siempre, lo que lo hacía parecerse peligrosamente a la suegra sorda de Molotov.
—¿Cómo hace para distinguir el combustible para las bombas del vodka, camarada? —dijo.
—A uno le pongo una etiqueta donde dice “Combustible Bombas” y al otro le pongo una que dice “Vodka”, camarada.
—¡Eso es bastante estúpido, comanche!
—¡Más estúpido será su abuelo!
—Modere su lenguaje, camarada.
—¡Y usted su ingestión alcohólica!
—Sólo pruebo la calidad de los combustibles…
—¡Adicto! ¿Cómo un comanche puede ser adicto?
—Soy un hombre de ciencia y tecnología. Sé distinguir un buen combustible. No tomo vodka.
—¡Pero si es lo mismo! Lo saca del mismo recipiente y le pone diferentes etiquetas a los frascos. Además, salen de la misma destilación de las papas podridas. ¿Qué quiere que le diga?
—Tester. Soy un tester, no un alcohólico. Pruebo combustible para la causa.
—Mire. No sé cuál será su causa, pero mucho me temo que es el alcoholismo, lo mire por dónde lo mire. No me dejo engañar ni por usted. ¡Nominalista! Además, le digo por si se le olvidó. La Unión Soviética fue sorteada entre algunos soldados hace más de seis décadas. No sé de qué causa me está hablando ni si puede haber causa. Usted está loco y punto.
—Siempre hay una causa a la que le vienen bien nuestras granadas. Insisto. El alcohol es el alcohol. El combustible es otra cosa. Lo que pasa es que usted de química no entiende nada.
—¡Ahí está! Argumentum ad baculum. Típico de los comanches.
—¡Y dale con el latín! —grita el médico off shore desde uno de los bloques impares.
—¿Por qué no va a freír churros, calmuco de morondanga?
—Porque los churros me producen escalofritos, comanche.
—¿Está listo para protagonizar una de Romero?
—¿Por qué lo dice?
—¡Porque nosotros desataremos la Tercera Guerra Mundial, hombre!
—¿Y eso qué?
—Que la cuarta la pelearán, según dijo Einstein, lo que quede de los hombres (para mí, si quiere mi opinión, serán homínidos) con palos y piedras.
—¿Y qué tiene que ver George Romero?
—Y que la quinta guerra… será protagonizada por zombis y vampiros.
—¿Vampiros? ¿De qué cornos habla, comanche caradura?
—¡Vampiros, hombre! Como Drácula. Vlad Tepes, el empalador en su versión jolibudesca avant la leerte.
—¿Ahora francés? —se queja el médico mentado hace un par de líneas.
—No me diga que usted cree en esas zonceras para niños pequeño burgueses, comanche. No hay caso, finalmente se ha convertido en una máquina de repintar obviedades. Mire que así se comienza la decadencia. Caer en el discurso de un enemigo intrínsecamente equivocado es el peor paso. Necesita más para convencerme, amigo.
—¿Quería hablar conmigo, calmuco? —dijo Mefistófeles de atrás de una cortina, apareciendo en una neblina de azufre con un olor a huevo podrido más hediondo que baño de estación de trenes porteña en verano.
—¡Usted no es más que Matasellos —dijo indignado el calmuco dirigiéndose a la cortina —¡Me extraña que un ayudante de destilería de pronto tenga tiempo para andar jugando a las escondidas!
—Disculpe patrón —salió disculpándose Matasellos con la mirada en los pies, el más grande destilador de papas después del conde Vodkánowicz-Thiesen, legendario inventor del vodka con amaranto y piel de rughetta, delicatessen de la frontera polaco-rusa del siglo XXI—. Hice como usted me dijo pero no funcionó. Este calmuco es diabólico —señaló.
—¡He aquí un calmuco que desencadenará la Tercera Guerra Mundial! ¿Tuvieron la peregrina idea de que caería en trampas tan infantiles como decimonónicas? ¿Se olvidaron acaso de mis lecturas, de mi asimilación de las filosofías modernas?
—Bueno, si no me necesita más, patrón —dijo Matasellos— sigo preparando vod… digo, el combustible.
—Andá nomás —dijo Molotov con displicencia— esto lo arreglo yo. —Y dirigiéndose al calmuco—: Esta es una idea que tengo para cuando hagamos la representación de la Guerra.
—¿Representación? ¿De qué carajos habla?
—¿Qué instrucciones tiene?
—¿Representación? ¿Quiere decir que esto será sólo efectos especiales para alguna película de Hollywood?
—Bueno… no precisamente. Entendemos que una lección de humildad hará recapacitar a las naciones guerreras y harán que depongan…
—¿Que depongan qué, a ver?
—Siendo que la proyección será con gas mostaza para los del palco avanzado, con algunos litros de sangre para que jueguen los adultos y niños, sonido cacofónico sinfónico y en butacas para observar 3D omnidireccional, en butacas reclinables hasta la posición féretro, creemos que será harto convincente.
—¡Con el único instrumento que quiero oír ruidos cacofónicos es con el mío! ¿Ve? —y el mal educado comenzó a pitorrear con su boca y lengua en la posición típica del pedorreo. Un espectáculo, en verdad, deleznable.
—¡Patético! Ahora pretende imitar a con Joseph Pujol, Le Petomane. ¿No le da vergüenza?
—No sé de qué habla. Yo inventé el cacosinfonismo, también llamado pedofilia blanca melódica y rítmica.
—Además de patético, mentiroso. ¡No puedo creer que nos hayamos asociado!
—¿Somos socios, nosotros?
—No sólo socios. ¡Estamos comprometidos!
La mente de Ramzán Kadilluzhínov inició un turbulento proceso que lo llevará, casi al final de esta serie, a formar parte del equipo de perforación de agujeros negros de la extragalaxia Angelina Jolie, pero no nos adelantemos y brindemos un poco de respiro a nuestros apabullados lectores.

viernes, 17 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 3: Entrada a la salida. Primer contacto.


—Dígame, doctor: ¿qué posibilidades hay de que este delirante diga la verdad? —inquiere la enfermera señalando con el mentón al calmuco dormido.
—¿Lo quiere poner bajo una buena dosis de pentotal? —pregunta el médico subiéndose el cierre de la bragueta—. No es muy legal, que digamos…
—Bueno, si quiere algo legal, doctor lo que acaba de hacer es… ¿le parece que es legal? —La enfermera se rasca la oreja, algo confundida.
—¡Cállese! Se trata de otra cosa. Lo que este hombre acaba de decir es que vino a fabricar algo con el más grande productor de bombas del mundo. ¿Se da cuenta? ¡El más grande! Es algo inaudito, algo que nuestro amado intendente debería saber—. Permanece pensativo unos instantes. —Le podríamos vender la información al diario, después de todo. —Ambos ríen.
—Conque venían a fabricar piedras movedizas, ¿no? —El sarcasmo de la enfermera se revela en dos movimientos de su bien pertrechada delantera, como si hasta ahora la hubiera escondido bajo una faja que, súbitamente, fuera quitada del medio—. ¿Así que se trata de piedras huecas, casi sin peso, que en realidad sirven de reservorio para el combustible con el que serán manufacturadas…?
—¡Usted está rematadamente loca! —grita el calmuco Ramzán saliendo del sopor en el que había estado sumido—. ¡Nunca dije eso! Las piedras las hacíamos mover por la acción de giróscopos láser controlados con antenas manejadas por radio desde el despacho del intendente. Si las hubiéramos usado de tanques serían pesadísimas. Las nuevas bombas requieren… —Imprevistamente, hace silencio.
—Siga, siga. Me interesa —dice la enfermera mechando la frase con grititos agudos.
—A menos que me aniquilen del modo que les he pedido, nada diré. Seré una tumba ante litteram.
—¿Qué dijo? —La enfermera mira al médico.
—No sé. Dejé latín después de mi primera experiencia sexual como monaguillo —responde él ruborizándose, ante la mirada inquisitiva de la mujer. La enfermera se vuelve hacia el calmuco dando un impresionante salto:
—¡Ya sé de dónde conozco sus piernas! ¡De un mejillón!
—Usted está más loca que el hada madrina cuando la princesa decide hacerle una fellatio al sapo del cuento —replica el calmuco, tratando de sacarse de encima los senos de la enfermera.
—¡Lo vi en un cuadro! Mejor dicho, en una foto de un cuadro. Había un montón de gente haciendo chanchadas. Un par de ellos estaban encimados en un mejillón y esas piernas me parece que eran las suyas, señor; estoy casi segura.
—¿De qué habla? ¿Está loca o qué? —dice el calmuco.
—Sí; ahora estoy segura. Al lado había unos besándose el trasero dentro de un huevo transparente. Y una pareja bailando un tango, desnudos en medio de un lago, mientras un pájaro le daba de comer una mujer a un hombre desesperado. Yo lo vi…
—¡Doctor! ¡Ponga fin a mis días! Soy una amenaza con este ojo escrutándome por dentro. Puede encontrar la clave de los detonadores Molotov…
—¿Hay alguien con quien podamos hablar sobre su custodia, diga? —entra preguntando a bocajarro un administrativo bien trajeado y con el pelo lustroso—. Acá hay papeles que llenar, formularios, biblioratos repletos de datos que necesitamos de su parte. No vamos a demorarnos mucho con él ¿no? —agrega mirando al médico. Éste a su vez mira a la enfermera. Ella los mira a los dos, luego a los tres.
—¿Me desvisto o qué? —dice riendo, cómplice. Todos ríen, pero el burócrata se queda pensando que lo dice en serio. Deja unas planillas, apenado, y sale. El médico y la enfermera siguen, como si nada.
—¿Qué fue eso? —Ramzán Kadilluzhínov se hurga las axilas en busca de restos del famoso desodorante soviético Kirijobatán; no se le ocurre otro modo de suicidarse que deglutir lo que le quede del ungüento en las uñas.
—Señor —amonesta el galeno, con inédita severidad—. Acá hay reglas. Cuando entra alguien y se ve que está salvado, se lo anota.
—¡Pero no estoy salvado! Mis ojos deben ser más de mil, a esta altura. Se autocuran, se autoreplican. Miles. ¿Entiende lo que le digo?
—Claro que lo entiende —dice la enfermera—. Lo único que no entiende el médico es por qué sacaron la sección psiquiatría de este hospital…
—Ustedes creen que estoy loco. Deberían analizar mis heces, al menos.
—Pienso que usted quiere decir hongos y dice ojos. Es muy común en algunos extranjeros equivocarse con esas palabras. No se preocupe. Si son tóxicos, en breve se manifestarán.
—Pero yo sé que no son hongos. Son ojos. Ojos. —Llora.
—No entiendo cómo entraron ahí —le dice la enfermera al doctor. Éste hace como si no hubiera escuchado nada.
De pronto, el calmuco pega un salto.
—¿Ve lo que le digo? —y abre la boca. De la misma surge un haz de luz bastante potente, tanto que el médico piensa que ha dejado encendida la lámpara del laringoscopio modelo 1860, obsequio de su tío abuelo, el gran otorrino Teodoro Lagola, pero no tarda en advertir que aquella luminiscencia viene del interior del paciente. Se asoma y una voz le dice:
—¿Qué mira, impertinente?
El médico y la enfermera se contemplan azorados; ambos se notan pálidos, uno a la otra, y viceversa.
—¿Quién anda ahí? —atina a preguntar el médico, mientras seda al calmuco con una dosis que podría mandar a Oniria a una legión de guerreros vikingos.
—Comando Euclídeo de visionarios emisores —declara la voz catecúmena.
—No entiendo qué hace Euclides ahí —dice la enfermera.
—Euclides creía que los ojos emitían la luz para ver —dice el calmuco hablando dormido en medio del coma inducido.
—¿Quién anda ahí? —repite el médico, descreyendo de lo que ambos habían oído.
—Comando Ptolomeo de ojos emisores —manifiesta una voz más femenina.
—¿Son dos? —pregunta la enfermera.
—¡Somos legión! —escuchan con espanto. En efecto, queridos lectores de esta serie, las voces del interior del calmuco Ramzán Kadilluzhínov suenan como los coros de la Sinfonía de los Mil de Gustav Mahler, pero como no hay Mahler que por bien no venga, un imprevisto corte del suministro de energía eléctrica pone abrupto fin a este fragmento de la serie. No sabemos si el hospital tiene equipo electrógeno propio o si esta interrupción durará como el corte que afecta a la aldea natal de Trotski, Yanovka, desde 1958… Mientras tanto, relean los capítulos anteriores, lo que no les vendrá nada mal para mantener fresca la memoria y activas las neuronas.

viernes, 10 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 2: Acerca del epoxi y las piedras


Todo empezó en el laboratorio de piedras movedizas que el calmuco y el comanche Molotov, nieto del genial inventor de bombas portátiles y gran bebedor de combustible líquido propulsor de cohetes y a su vez tataranieto del inventor de la mecha lenta siberiana, bisnieto del ocultador de combustible en botellas pequeñas de vodka (a su vez tataranieto del que las había desarrollado para ciertos pigmeos de las alturas del Zogdikistán que bebían más de lo que medían pero no podían sostener las botellas gigantes de las estepas rusas), 
Entre los dos habían pergeñado un artefacto cuya estructura no podemos revelar en tan breve narración, pero que aparecerá en algún momento del futuro mediato, si sigue comprando esta serie. Entre los dos habían pergeñado un artefacto, insistimos, que tenía unas facultades de levitación que lo convertían en algo mágico, si no fuera por su condición estrictamente científica. Lo habían planeado para transmutar las vastas extensiones de este país, desplegado entre la montaña y el mar, con grandes ríos, leyendas y selvas o bosques, convirtiéndolo en un vergel de insólitas esculturas y para eso habían recalado en la población más inquieta en ese sentido de toda la despoblada y desconfinada pampa húmeda.
—Acá construiremos nuestra fábrica de piedras movedizas —dijo Molotov abrazando al calmuco por los hombros —y seremos tan famosos que hasta convertiremos a este pueblo en la Meca de los adictos al pegamento epoxi.
Con los ojos ensoñados, el calmuco respondió:
—Vislumbro en el futuro un salón de preparación de las resinas A y B allá. —Señaló al sur—. Otra usina de cocción de las mezclas allá. —Señaló más al oeste.
—Por ahora no soñemos ni vislumbremos. Vamos a tratar de conseguir un lugar para comer que me parece que estoy muerto de hambre.
Ambos rieron y desaparecieron por la derecha, algo insólito, si se tiene en cuenta que habían sido formados en las escuelas de pioneros Vladimir Lenin de la ciudad tayika de Khorugh, cuando la gloriosa Unión Soviética resplandecía con todo su esplendor en tiempos del camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Y allí, en la derecha, sostuvieron un diálogo que solo consignamos aquí porque en el dibujo de los personajes de un folletín como este resulta importante (y por qué no decirlo, imprescindible) que el lector perspicaz cuente con todos los elementos capaces de ayudarlo a entender el berenjenal que estamos pergeñando.
—¿Le parece que estos testículos de almeja con salsa agridulce estarán buenos? —preguntó Ramzán Kadilluzhínov, el calmuco, ya que es oportuno revelar ahora su nombre.
—Yo preferiría ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni —respondió Molotov—. ¿Se acuerda que las comimos aquel aciago día en que las patrullas de Lavr Gueórguievich Kornílov nos dieron alcance?
—Nos dieron alcance porque estábamos hasta los divertículos de ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni.
—No nos divertimos, aquel día —confesó Molotov rascándose la cabeza. No sabía si le picaba el recuerdo o si se trataba de una floración tardía de las ladillas.
—Pero recuerde que luego tuvieron que soltarnos. No soportaron nuestro aliento. ¿Al cocinero no se le habrá ido la mano con el ajo al preparar la salsa?
—¿Le parece? Yo le pregunté, un minuto antes de que los esbirros de Kornílov entraran a aquel coqueto bistró, en las afueras de Nálchik.
—¿Y qué le dijo?
—Que un buen chef kabardino jamás usa menos de catorce cabezas de ajo para preparar una buena salsa Príncipe Grozni.
—¿Y cuántas había usado aquel día?
—Ciento catorce.
—Con razón los bandoleros de Kornílov caían como moscas rociadas con gas mostaza.
—Cierto. Ese día nos salvamos por los pelos. —Molotov lanzó una carcajada que sólo puso detener después de empinarse un frasco de litro de alcohol fino—. Ahhhhhhhh.
—¿Está bueno?
—Refrescante —respondió Molotov limpiándose los labios con el dorso de la mano.

CONTINUARÁ

viernes, 3 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 1: El ojo en la sangre


La escena se desarrolla en la guardia de un hospital cubierto con azulejos blancos tipo vidrio. Todo tiene que parecer viejo. Simplemente viejo, inútil para todo menos para dejar morir las personas. Un médico está frotando su cuerpo con el de una enfermera.
Entra el calmuco en escena, gritando:
—¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre!
El médico y la enfermera corren. Él con calma:
—Querrá decir sangre en el ojo, señor. Es notorio que es extranjero —le dice a la enfermera con gesto de comprensión por el desliz lingüístico.
—¡Ma qué! ¡Me entró al menos un ojo en la sangre, le digo! —grita el calmuco casi tan fuera de sí que parece una segunda persona agarrándoselas con un médico al que considera demasiado condescendiente para ocupar el puesto de responsabilidad que le han asignado.
—La verdad es que no lo entiendo. ¿Dónde tengo que mirar?
—¡El ojo lo mira a usted, papanatas! Este ojo me está mirando por dentro, lo sé. Los fabricamos para eso. El problema fue la bebida.
—¡Ya lo creo! —ríe entre sus senos la enfermera—. ¡Ya lo creo que fue la bebida, hombre! —Y lo palmea fraternalmente, una acción a la que el lenguaje corporal del calmuco responde como una cobra, besándole el brazo con un poco de succión lasciva. Un rápido toque con la lengua de ese brazo perfumado da cuenta de emisiones seminales pasadas.
La enfermera retira el brazo tan rápido que solo un escritor avezado podría haberse dado cuenta de lo ocurrido, si no fuera por el uso del tiempo diferido, pero el médico ve la tenue aureola de la ventosa colocada rápidamente por el paciente enloquecido y le palmea la espalda con explícita violencia, una rudeza que informa que esa dama tiene dueño.
Pero, como ya se dijo, el calmuco está fuera de sí. Descontrolado grita:
—¡Mátenme antes de que el ojo descubra el secreto! ¡La tercera guerra mundial podría estallar!
—Vino al lugar equivocado, hombre. Acá tratamos de curar, no de matar. Es cierto que hemos perdido gente mejor que usted, pero también salvamos algunos peores.
—No me haga jueguitos de palabras que no estoy para esos trotes lingüísticos.
—Ya van dos veces que escucho esa palabra. Me estoy cansando. Las repeticiones me aburren —dice la enfermera masajeándose el brazo que el calmuco ha tocado labialmente. El lugar está cada vez más manchado de lujuria.
—¡Doctor, doctor! ¡Mire cómo me dejó! —grita alelada la mujer.
—Después miramos eso, querida.
—Y otras cosas. —Sonríe el calmuco hablando con el sarcasmo típico de las llanuras al norte del Cáucaso. Pero se rehace y continúa—: El ojo va a provocar la guerra, doctor. Tiene que creerme. Fue un accidente debido a la bebida. Pero no accidente de tránsito, entiéndame.
—¿Me deja de joder y me permite estudiar la situación? —La voz del médico ya es perentoria.
—Vinimos a este pueblo para tratar de salvar a la humanidad —recuerda con nostalgia el calmuco—. Solos, él y yo.
—¿Quién es él? —curiosea la enfermera a quien el brazo se le está poniendo lividiforme sin que ella lo advierta.
—El comanche primero Mikhail Vyacheslovich Molotov. Nieto del famoso fabricante de botellas explosivas —dice el calmuco inflando el pecho.
—¡Doctor!, ¿ese no es el que atendimos hace unos días con un paño de mecha metido en el…?
—¡Cállese! —espeta el médico—. No debemos revelar el estado de salud de nadie frente a ninguno.
El calmuco agarra al galeno con fuerza tomándolo del cuello del guardapolvo.
—¿De qué corno habla la nurse? ¡Tengo que saberlo!
—¿Me deja pensar aunque sea un segundo a ver por dónde lo empiezo a mirarlo a usted? —pregunta con feroz impaciencia el médico, mirando  a la enfermera, a su vez, con un tono de reproche cuasi militar.
—¿Qué me pasa, doctor? —pregunta ella con el brazo en un estado similar al que presentan ciertos muñecos que simulan ser androides extraterrestres.
Con una rápida ojeada, el facultativo le ordena:
—Inyéctese una dosis de corticoide duplo y vemos.
La enfermera hace mutis por el foro y el calmuco comienza a cantar como una sirena de Acapulco.
—Lo conocí en Siberia / su alma es bella / su abuelo tan famoso. / Lo conocí en invierno / en crudo invierno / y nos amamos. —Pero se interrumpe bruscamente—. Así canta Dinah Offshore en mi pueblo. —El médico alza la cabeza y deja de mirar el ombligo del calmuco, pero éste continúa—. Dinah era, en realidad, Jonaisius Volentereas un leñador de Pomerania que huyó al norte del país de los tayikos donde lo conocí justo antes de su cambio de sexo. Cantaba esos boleros de Asia Central como los dioses… perdón, como las diosas. Como hubiera podido hacerlo la Coca Sarli si se hubiera dedicado a cantar boleros poniéndole el pecho a las balas. —El médico sube la vista de la oreja izquierda inquisitivamente—. Bueno… los dos pechos. —Aclara el hombre herido por el ojo.
—La verdad, amigo… no encuentro nada. ¿Por dónde piensa que le entró el ojo?
—Por el ano, obvio. Ahora que no está la enfermera se lo puedo decir.
—¿Qué hizo, por lo que más quiera? ¿Se metió juguetes esféricos?
—No; el ojo se introdujo mientras yo comía un pancho con Molotov. El nieto del inventor siberiano de las mechas de combustión lenta. Verá, es un invento impresionante que…
—¡Cállese que solo me mortifica! ¿Usted está loco o qué?
—Sí; tal vez tenga razón —admite el caucasiano. En ese momento la enfermera, que entra con su brazo visiblemente curado, pega un gritito.
—El corticoide es la solución a los vastos amores incomprendidos. —Piensa un instante y dice—: La verdad, a veces creo que soy Sarah Bernhard.
—En coma —dice el médico, en broma.
—¿Qué? ¿Ya entro en coma? —El calmuco se desespera—. ¡Por favor, tómeme declaración con una cámara y máteme! ¡Peligra el mundo, hágame caso!
—¡Pero qué dice este tarado! —grita la enfermera—. ¿Cómo vamos a matarlo? Nosotros curamos, no matamos.
—¡Tienen que echarme en la olla a presión! Narcotícenme y métanme en esa olla.
—No es mala idea —dice el médico conteniendo una carcajada—. ¡Enfermera! Llame a Hannibal Lecter y que le dicte un par de recetas bajas calorías.

CONTINUARÁ