Todo empezó en el laboratorio de piedras movedizas que el calmuco y
el comanche Molotov, nieto del genial inventor de bombas portátiles y gran bebedor de combustible líquido propulsor de cohetes y a su vez tataranieto del inventor de la mecha lenta
siberiana, bisnieto del ocultador de combustible en botellas pequeñas
de vodka (a su vez tataranieto del que las había desarrollado para
ciertos pigmeos de las alturas del Zogdikistán que bebían más de
lo que medían pero no podían sostener las botellas gigantes de las
estepas rusas),
Entre los dos habían pergeñado un artefacto cuya estructura no
podemos revelar en tan breve narración, pero que aparecerá en algún
momento del futuro mediato, si sigue comprando esta serie. Entre los
dos habían pergeñado un artefacto, insistimos, que tenía unas
facultades de levitación que lo convertían en algo mágico, si no
fuera por su condición estrictamente científica. Lo habían
planeado para transmutar las vastas extensiones de este país,
desplegado entre la montaña y el mar, con grandes ríos, leyendas y
selvas o bosques, convirtiéndolo en un vergel de insólitas
esculturas y para eso habían recalado en la población más inquieta
en ese sentido de toda la despoblada y desconfinada pampa húmeda.
—Acá construiremos nuestra fábrica de piedras movedizas —dijo
Molotov abrazando al calmuco por los hombros —y seremos tan famosos
que hasta convertiremos a este pueblo en la Meca de los adictos al
pegamento epoxi.
Con los ojos ensoñados, el calmuco respondió:
—Vislumbro en el futuro un salón de preparación de las resinas A
y B allá. —Señaló al sur—. Otra usina de cocción de las
mezclas allá. —Señaló más al oeste.
—Por ahora no soñemos ni vislumbremos. Vamos a tratar de conseguir
un lugar para comer que me parece que estoy muerto de hambre.
Ambos rieron y desaparecieron por la derecha, algo insólito, si se
tiene en cuenta que habían sido formados en las escuelas de pioneros
Vladimir Lenin de la ciudad tayika de Khorugh, cuando la gloriosa
Unión Soviética resplandecía con todo su esplendor en tiempos del
camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Y allí, en la derecha, sostuvieron un diálogo que solo consignamos
aquí porque en el dibujo de los personajes de un folletín como este
resulta importante (y por qué no decirlo, imprescindible) que el
lector perspicaz cuente con todos los elementos capaces de ayudarlo a
entender el berenjenal que estamos pergeñando.
—¿Le parece que estos testículos de almeja con salsa agridulce
estarán buenos? —preguntó Ramzán Kadilluzhínov, el calmuco, ya
que es oportuno revelar ahora su nombre.
—Yo preferiría ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni —respondió
Molotov—. ¿Se acuerda que las comimos aquel aciago día en que las
patrullas de Lavr Gueórguievich Kornílov nos dieron alcance?
—Nos dieron alcance porque estábamos hasta los divertículos de
ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni.
—No nos divertimos, aquel día —confesó Molotov rascándose la
cabeza. No sabía si le picaba el recuerdo o si se trataba de una
floración tardía de las ladillas.
—Pero recuerde que luego tuvieron que soltarnos. No soportaron
nuestro aliento. ¿Al cocinero no se le habrá ido la mano con el ajo
al preparar la salsa?
—¿Le parece? Yo le pregunté, un minuto antes de que los esbirros
de Kornílov entraran a aquel coqueto bistró, en las afueras de
Nálchik.
—¿Y qué le dijo?
—Que un buen chef kabardino jamás usa menos de catorce cabezas de
ajo para preparar una buena salsa Príncipe Grozni.
—¿Y cuántas había usado aquel día?
—Ciento catorce.
—Con razón los bandoleros de Kornílov caían como moscas rociadas
con gas mostaza.
—Cierto. Ese día nos salvamos por los pelos. —Molotov lanzó una
carcajada que sólo puso detener después de empinarse un frasco de
litro de alcohol fino—. Ahhhhhhhh.
—¿Está bueno?
—Refrescante —respondió Molotov limpiándose los labios con el
dorso de la mano.
CONTINUARÁ
CONTINUARÁ
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