viernes, 10 de enero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 2: Acerca del epoxi y las piedras


Todo empezó en el laboratorio de piedras movedizas que el calmuco y el comanche Molotov, nieto del genial inventor de bombas portátiles y gran bebedor de combustible líquido propulsor de cohetes y a su vez tataranieto del inventor de la mecha lenta siberiana, bisnieto del ocultador de combustible en botellas pequeñas de vodka (a su vez tataranieto del que las había desarrollado para ciertos pigmeos de las alturas del Zogdikistán que bebían más de lo que medían pero no podían sostener las botellas gigantes de las estepas rusas), 
Entre los dos habían pergeñado un artefacto cuya estructura no podemos revelar en tan breve narración, pero que aparecerá en algún momento del futuro mediato, si sigue comprando esta serie. Entre los dos habían pergeñado un artefacto, insistimos, que tenía unas facultades de levitación que lo convertían en algo mágico, si no fuera por su condición estrictamente científica. Lo habían planeado para transmutar las vastas extensiones de este país, desplegado entre la montaña y el mar, con grandes ríos, leyendas y selvas o bosques, convirtiéndolo en un vergel de insólitas esculturas y para eso habían recalado en la población más inquieta en ese sentido de toda la despoblada y desconfinada pampa húmeda.
—Acá construiremos nuestra fábrica de piedras movedizas —dijo Molotov abrazando al calmuco por los hombros —y seremos tan famosos que hasta convertiremos a este pueblo en la Meca de los adictos al pegamento epoxi.
Con los ojos ensoñados, el calmuco respondió:
—Vislumbro en el futuro un salón de preparación de las resinas A y B allá. —Señaló al sur—. Otra usina de cocción de las mezclas allá. —Señaló más al oeste.
—Por ahora no soñemos ni vislumbremos. Vamos a tratar de conseguir un lugar para comer que me parece que estoy muerto de hambre.
Ambos rieron y desaparecieron por la derecha, algo insólito, si se tiene en cuenta que habían sido formados en las escuelas de pioneros Vladimir Lenin de la ciudad tayika de Khorugh, cuando la gloriosa Unión Soviética resplandecía con todo su esplendor en tiempos del camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Y allí, en la derecha, sostuvieron un diálogo que solo consignamos aquí porque en el dibujo de los personajes de un folletín como este resulta importante (y por qué no decirlo, imprescindible) que el lector perspicaz cuente con todos los elementos capaces de ayudarlo a entender el berenjenal que estamos pergeñando.
—¿Le parece que estos testículos de almeja con salsa agridulce estarán buenos? —preguntó Ramzán Kadilluzhínov, el calmuco, ya que es oportuno revelar ahora su nombre.
—Yo preferiría ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni —respondió Molotov—. ¿Se acuerda que las comimos aquel aciago día en que las patrullas de Lavr Gueórguievich Kornílov nos dieron alcance?
—Nos dieron alcance porque estábamos hasta los divertículos de ladillas de rhesus a la Príncipe Grozni.
—No nos divertimos, aquel día —confesó Molotov rascándose la cabeza. No sabía si le picaba el recuerdo o si se trataba de una floración tardía de las ladillas.
—Pero recuerde que luego tuvieron que soltarnos. No soportaron nuestro aliento. ¿Al cocinero no se le habrá ido la mano con el ajo al preparar la salsa?
—¿Le parece? Yo le pregunté, un minuto antes de que los esbirros de Kornílov entraran a aquel coqueto bistró, en las afueras de Nálchik.
—¿Y qué le dijo?
—Que un buen chef kabardino jamás usa menos de catorce cabezas de ajo para preparar una buena salsa Príncipe Grozni.
—¿Y cuántas había usado aquel día?
—Ciento catorce.
—Con razón los bandoleros de Kornílov caían como moscas rociadas con gas mostaza.
—Cierto. Ese día nos salvamos por los pelos. —Molotov lanzó una carcajada que sólo puso detener después de empinarse un frasco de litro de alcohol fino—. Ahhhhhhhh.
—¿Está bueno?
—Refrescante —respondió Molotov limpiándose los labios con el dorso de la mano.

CONTINUARÁ

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