—Nunca había experimentado tantos orgasmos seguidos —gime la
enfermera. Está flotando en el espacio virtual de la sala de
descanso del hospital. El médico le ha suministrado cuanta sustancia
está a su alcance, pero no logra morigerar el efecto que las voces
causan en la psiquis alterada de su asistente.
—Por última vez —chillan las voces en el interior del calmuco—.
Estamos tratando de que Ramzán Kadilluzhínov no se salga con la
suya.
—Pero es taaaaan delicioso —suspira la enfermera—. Me habían
hablado de la multiorgasmicidad, pero nunca la había experimentado
hasta hoy.
—Aclaremos esto —dice el médico tratando de invertir el coma
inducido del calmuco—. ¿Qué tienen que ver ustedes con todo este
asunto de la fábrica de piedras móviles y el cargamento de epoxi
que fue interceptado en la ruta tres por una horda de ranqueles
defasados temporalmente?
—El epoxi, justamente —dicen a coro las voces, una suerte de
Niños Cantores de Viena Invisibles.
—Quiero epoxi —dice la enfermera—. ¿Me das epoxi, Gus? —La
enfermera, Dorila Zalazar de Rivadeneira, nunca había tratado al
doctor Gustavo Guastavino con semejante familiaridad—. Me
encantaría seguir orgasmeando.
—Ese estado —dice imprevistamente el calmuco, saliendo del coma
como por arte de magia, aunque la nuestra es una narrativa netamente
cientificista, conviene remarcarlo una vez más para que los lectores
no se llamen a engaño—, lo logran las calmucas oliendo j’ithay a
orillas del canal Kuma-Manych que trae las aguas del torrentoso
Terek. El j’ithay nace de un alga…
—¡Silencio! —exclama el coro de voces—. Hemos tomado el
control del calmuco llamado Ramzán Kadilluzhínov. Vamos a evitar la
proliferación de piedras movedizas fabricadas con epoxi. Las
alucinaciones producidas por el epoxi vodkeado serán las
desencadenantes de la Tercera Guerra Mundial, por si no lo sabían. Y
ustedes, sí ustedes —remarcan las voces; parecen un dedo acusador
meneándose delante de la cara del médico y la enfermera— serán
los responsables si no detienen a este hombre de inmediato, lo
narcotizan y lo echan a la olla a presión.
—Pero eso es precisamente lo que él ha estado pidiendo —protesta
el médico.
—No le crean. Narcotícenlo y métanlo en la olla.
—Aquí hay algo que no cierra —dice la enfermera, quien a pesar
de seguir en estado multiorgásmico razona mejor que un diputado
nacional de centroizquierda—. Llegó gritando: ¡Tengo un ojo en la
sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre!
¡Mátenme antes de que el ojo descubra el secreto! ¡La tercera
guerra mundial podría estallar!
—Delira —dicen las voces—. La mezcla de vodka y epoxi es fatal.
Potencia la acción de los neurotransmisores y actúa a nivel
cuántico.
—¡Doctor! ¡Estas voces están tratando de controlarlo!
—Bueno —contesta él con sorna—. Parece que con usted han hecho
flor de trabajo.
—Eso no quita que el médico acá es usted y no puede creer toda
esa basura de los neurotransmisores cuánticos.
—¿Escuché una enfermera dándole lecciones al médico? —La voz
proviene del agujero de ventilación de la sala de flote y se parece
a la del calmuco dopado.
El médico asiente como asiente un asistente a una misa de gospel,
con una media sonrisa que en sus labios tiene el dejo amargo de la
beldad robada.
—Dejémosle la cuántica a los cuánticos. Concentrémonos en estos
ojos, saquemos al calmuco de su coma para que pueda contarnos cómo
los hizo —repite el médico como en un trance escénico, repitiendo
movimientos que se parecen a los que realiza un sacerdote umbanda.
La enfermera, resistiéndose a tener otro orgasmo, piensa que el
desastre más grande podría tener como antesala un orgasmo sin que
ello significara ningún peso simbólico contra el mismo. Pero ese
pensamiento, piensa a su vez, es de otro folletín, no de este.
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