viernes, 7 de febrero de 2014

Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman * LA TERCERA GUERRA MUNDIAL. APROXIMADAMENTE*. Episodio 6 – Orgasmos seriales



—Nunca había experimentado tantos orgasmos seguidos —gime la enfermera. Está flotando en el espacio virtual de la sala de descanso del hospital. El médico le ha suministrado cuanta sustancia está a su alcance, pero no logra morigerar el efecto que las voces causan en la psiquis alterada de su asistente.
—Por última vez —chillan las voces en el interior del calmuco—. Estamos tratando de que Ramzán Kadilluzhínov no se salga con la suya.
—Pero es taaaaan delicioso —suspira la enfermera—. Me habían hablado de la multiorgasmicidad, pero nunca la había experimentado hasta hoy.
—Aclaremos esto —dice el médico tratando de invertir el coma inducido del calmuco—. ¿Qué tienen que ver ustedes con todo este asunto de la fábrica de piedras móviles y el cargamento de epoxi que fue interceptado en la ruta tres por una horda de ranqueles defasados temporalmente?
—El epoxi, justamente —dicen a coro las voces, una suerte de Niños Cantores de Viena Invisibles.
—Quiero epoxi —dice la enfermera—. ¿Me das epoxi, Gus? —La enfermera, Dorila Zalazar de Rivadeneira, nunca había tratado al doctor Gustavo Guastavino con semejante familiaridad—. Me encantaría seguir orgasmeando.
—Ese estado —dice imprevistamente el calmuco, saliendo del coma como por arte de magia, aunque la nuestra es una narrativa netamente cientificista, conviene remarcarlo una vez más para que los lectores no se llamen a engaño—, lo logran las calmucas oliendo j’ithay a orillas del canal Kuma-Manych que trae las aguas del torrentoso Terek. El j’ithay nace de un alga…
—¡Silencio! —exclama el coro de voces—. Hemos tomado el control del calmuco llamado Ramzán Kadilluzhínov. Vamos a evitar la proliferación de piedras movedizas fabricadas con epoxi. Las alucinaciones producidas por el epoxi vodkeado serán las desencadenantes de la Tercera Guerra Mundial, por si no lo sabían. Y ustedes, sí ustedes —remarcan las voces; parecen un dedo acusador meneándose delante de la cara del médico y la enfermera— serán los responsables si no detienen a este hombre de inmediato, lo narcotizan y lo echan a la olla a presión.
—Pero eso es precisamente lo que él ha estado pidiendo —protesta el médico.
—No le crean. Narcotícenlo y métanlo en la olla.
—Aquí hay algo que no cierra —dice la enfermera, quien a pesar de seguir en estado multiorgásmico razona mejor que un diputado nacional de centroizquierda—. Llegó gritando: ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Tengo un ojo en la sangre! ¡Mátenme antes de que el ojo descubra el secreto! ¡La tercera guerra mundial podría estallar!
—Delira —dicen las voces—. La mezcla de vodka y epoxi es fatal. Potencia la acción de los neurotransmisores y actúa a nivel cuántico.
—¡Doctor! ¡Estas voces están tratando de controlarlo!
—Bueno —contesta él con sorna—. Parece que con usted han hecho flor de trabajo.
—Eso no quita que el médico acá es usted y no puede creer toda esa basura de los neurotransmisores cuánticos.
—¿Escuché una enfermera dándole lecciones al médico? —La voz proviene del agujero de ventilación de la sala de flote y se parece a la del calmuco dopado.
El médico asiente como asiente un asistente a una misa de gospel, con una media sonrisa que en sus labios tiene el dejo amargo de la beldad robada.
—Dejémosle la cuántica a los cuánticos. Concentrémonos en estos ojos, saquemos al calmuco de su coma para que pueda contarnos cómo los hizo —repite el médico como en un trance escénico, repitiendo movimientos que se parecen a los que realiza un sacerdote umbanda.
La enfermera, resistiéndose a tener otro orgasmo, piensa que el desastre más grande podría tener como antesala un orgasmo sin que ello significara ningún peso simbólico contra el mismo. Pero ese pensamiento, piensa a su vez, es de otro folletín, no de este.

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